sábado, 2 de agosto de 2014

De cabras y otras mascotas



La guerra es una masacre de gentes que no se conocen entre sí en beneficio de individuos que se conocen perfectamente pero que no se matan entre ellos.

Paul Valery


  
                                                          



Estos días se conmemora el centenario del comienzo de la Iª Guerra Mundial, la cual estalló el día 28 de julio de 1914.

   Las potencias contendientes movilizaron entre 65 y 70 millones de soldados. De ellos murieron unos nueve o diez millones (más o menos a una media de más de 6.000 muertos cada día entre comienzos de agosto de 1914 y noviembre de 1918), otros diecisiete millones resultaron heridos y de entre esos aproximadamente cuatro millones quedaron inválidos totales. En el caso del ejército francés, por ejemplo, murió una quinta parte de los soldados que llegaron a combatir y una cuarta parte de sus oficiales.

Las víctimas civiles también fueron de consideración, entre los cinco y los 10 millones, según fuentes. Se suele asociar la IIª Guerra Mundial con las barbaridades a ese respecto pero durante la primera hay que contabilizar el más o menos millón y medio de armenios asesinados por los turcos y no olvidarse –algo frecuente- de diversas matanzas de gitanos. También fueron asesinados en aquellas fechas tempranas del siglo muchos judíos, a manos de alemanes en Silesia y de rusos en la parte de Polonia en aquel entonces perteneciente al Imperio zarista. Tampoco habría que pasar por alto las matanzas y persecuciones de alemanes ocurridas en diversas partes de Rusia, junto con los asesinatos masivos de serbios a manos del ejército austrohúngaro (de hecho Serbia perdió casi una quinta parte de su población durante la contienda). Todo eso sumado a que la guerra también dejó como legado tres millones de viudas de combatientes y seis millones de niños huérfanos. 

El esfuerzo bélico fue brutal, sin parangón hasta entonces en la historia humana. El avanzado estado de industrialización de casi todos los contendientes permitió llevar las carnicerías a un nuevo nivel. Además, en el plano geopolítico, el final del conflicto lo fue también de imperios enteros e implicó el nacimiento de un nuevo orden mundial para muchos injusto (aunque recordemos que Alemania, cuando pudo, le impuso a la Rusia bolchevique una paz como la de Brest-Litovsk, igual de humillante o más que la de Versalles luego frecuentemente criticada por demasiado severa). Lo que es seguro es que el nuevo orden resultó fallido y conflictivo, hasta el punto de que tal vez devino en la causa primera de la subsiguiente expansión de los totalitarismos en la Europa de entreguerras, así como en caldo de cultivo de la siguiente Guerra Mundial, la cual habría de ser aún más desastrosa.  

En conjunto todo ello hace de 2014 un centenario un tanto especial porque, debido a todo lo comentado (y muchas cosas más), dicho conflicto –la Iª Guerra Mundial- supone un punto de corte histórico que posiblemente no es bien entendido o valorado a nivel de calle (donde la IIª Guerra Mundial despierta mucho más interés), sobre todo en España, al no haber participado este país directamente en la Gran Guerra con lo que, por tanto, son los sucesos de los años 30 los que realmente nos obsesionan al suponer el verdadero punto de corte brusco con el s. XIX en nuestra historia particular (como ocurre en Sudamérica y Asia respecto a otros hechos históricos propios).  

Sin embargo en el ámbito anglosajón parecen convencidos de la importancia de 1914 como hito en la historia de la humanidad y así lo han defendido historiadores como el norteamericano Arno Mayer o el británico Eric Hobsbawm. Este último es el padre del concepto de “siglo XX corto” (con el que estoy totalmente de acuerdo), según el cual el s. XX en términos de análisis histórico propiamente dichos no se corresponde con el período 1900-2000 (dos años, el del principio y el del final, en los que no ocurre nada relevante que suponga un corte real en la cronología histórica) sino que el s. XX como conjunto de procesos socioeconómicos, políticos y culturales, coherentes y relacionados entre sí, comienza en 1914 y finaliza con la caída del muro de Berlín y el derrumbe del comunismo en 1989, momento que a su vez supone el punto de partida del mundo globalizado actual. 

Por otra parte en los últimos años han muerto los postreros excombatientes que habían sido actores o testigos directos de dicho conflicto. De hecho el último veterano superviviente conocido de la Gran Guerra, el inglés Claude Choules, murió en 2011 en Australia a los 110 años de edad. Estas cosas junto a la definitiva apertura de archivos y desclasificación de los últimos documentos inéditos que podían quedar sobre la época, proceso culminado ya hace tiempo, implican que durante estos años estemos asistiendo en vivo a la conversión ante nuestros ojos de la Gran Guerra en HISTORIA (así con mayúsculas) definitivamente pretérita. Algo que ocurre cuando mueren todos los protagonistas y testigos directos del evento de turno y el debate sobre los hechos se convierte en verdaderamente historiográfico al dotarse definitivamente su estudio de la serenidad que proporciona la perspectiva del gran paso del tiempo, a la vez que, por el contrario, se hace imperceptible en la mente de las nuevas generaciones la influencia de esos hechos en el presente (sea así o no) quedando mayor libertad para el debate y el análisis. Dentro de algunos años sucederá lo mismo, por ejemplo, con la Guerra Civil española, aunque ahora mismo parezca imposible llegar algún día a ese punto de madurez.  

Dicho todo lo cual esta entrada de hoy va a limitarse a ser un aburrido y técnico, pero necesario, repaso a la bibliografía sobre la Gran Guerra que más o menos ocupa las librerías y bibliotecas, empezando por los clásicos literarios añejos hasta llegar a los últimos estudios históricos. Una vez ahí destacaré algunos títulos que me parecen particularmente recomendables o interesantes por aportar puntos de vista novedosos del conflicto.    

Bien. Metidos ya en faena, un primer aspecto que está presente en la reflexión acerca de la Iª Guerra Mundial es que durante muchas décadas, al menos hasta los años 50 o 60 del pasado siglo, la historiografía académica vivió un profundo divorcio con el público en lo tocante a su análisis del conflicto. Durante ese tiempo la mayor parte, por no decir la totalidad, de libros y estudios sobre la Gran Guerra elaborados por los profesionales de la historia ni resultaban particularmente interesantes, ni atractivos para el público, ni tampoco se caracterizaban por su imparcialidad o su agudeza. Como digo durante treinta o cuarenta años los grandes libros sobre el conflicto consistieron en memorias de políticos y militares de alto rango intentando justificarse (el propio Hindenburg avalaba sin ambages en sus memorias la funesta -y falsa a todas luces- teoría de la “puñalada por la espalda” a la que el nazismo se adscribió con deleite; y a este tipo de perspectiva autolegitimadora se adscribieron casi todos los demás implicados desde sus puestos de responsabilidad en el estallido y desarrollo de aquella contienda, incluido un tal Churchill).  

En cuanto a historiadores profesionales, en un primer período se limitaron a realizar estudios desde una óptica muy patriotera y nacionalista (que nunca ha desaparecido aunque hoy por lo menos se matiza más) defendiendo en cada caso los puntos de vista más indulgentes con el proceder de su propio país en el conflicto. A lo anterior habría que añadir que durante muchos años los historiadores se centraron esencialmente en el estudio de los sistemas de alianzas, las rivalidades políticas de fondo y las estrategias militares diseñadas por los generales y estados mayores. Era esa una historia de la alta política, totalmente desinteresa de lo que ocurría lejos del frente, que ignoraba por tanto el impacto de la guerra entre la población de los países beligerantes o de los ocupados. Por esa razón se trataba de una historia percibida como demasiado "lejana" e impersonal por parte del gran público ya que en esas páginas se detallaban planes tácticos de las ofensivas, alianzas, telegramas diplomáticos... todo ello sin molestarse demasiado por intercalar, aunque fuese de forma anecdótica, pasajes sobre la vida en los frentes del soldado común. Además faltaba en esos estudios cierta atención a cuestiones de historia social, análisis sobre el impacto de la propaganda, el papel de los intelectuales o del patriotismo exacerbado a la hora de crear un clima prebélico en la sociedad justo antes del estallido del conflicto, los cambios en el papel de la mujer, etc… y muchas otras cuestiones que con el tiempo se fue viendo que habían sido más importantes de lo que parecía y de lo que dejaban entrever los primeros grandes manuales académicos sobre dicha conflagración.  

Así pues durante décadas el relato, la memoria colectiva, la elaboración de una narración con verdadero calado popular sobre el primer gran conflicto del s. XX, quedó en manos de algunos excombatientes que -lejos de teorizar sobre el conflicto- se dedicaron a relatar por escrito, con crudeza y sinceridad, sus experiencias personales. También en manos de escritores profesionales que en muchos casos también habían pasado en su momento por la amarga experiencia de las trincheras.  

Entre los primeros éxitos editoriales salidos de esa amalgama anterior habría que citar Tempestades de acero, del alemán Ernst Jünger, un oficial alemán que fue herido catorce veces durante el conflicto y recibió múltiples condecoraciones (luego con el tiempo también se convirtió en historiador, novelista y libertario divulgador de las drogas). Jünger publicó dicho libro en 1920 como una especie de cuaderno de memorias donde desgranaba con absoluta crudeza todas las miserias de la guerra para aun así realizar a continuación un auténtico e inusitado elogio del combate, el conflicto y la masacre, como forma de encontrarse a uno mismo. Sin duda es una magnífica obra que se echa de menos en las estantería de libros de motivación para ejecutivos agresivos, de esos que compran el tostón de Sun Tzu esperando encontrar alguna clave racional para sus comportamientos cuando tal vez lo que necesitan es una apelación puramente emocional e irracional a eso que Jünger llamaba con lirismo "ser purificado por el fuego".   

Realmente el libro de Jünger constituye una auténtica rareza porque, por razones obvias, la mayor parte de las grandes obras literarias nacidas en los años siguientes al estallido de la Gran Guerra manifestaron de alguna forma  perspectivas amargas, críticas, satíricas, antimilitaristas o antibelicistas. Por ejemplo Sin novedad en el frente (1929) del también alemán –más adelante cambió de nacionalidad y emigró a los EE.UU.- Erich Paul Remark (más conocido como Erich María Remarque). Sin embargo se podría achacar a su novela el ser una obra de ficción porque Remarque aunque fue movilizado solo estuvo durante unas semanas cerca del frente.  

No es el caso de El miedo, de Gabriel Chevallier, una obra publicada en 1930, aparentemente de ficción ya que está protagonizada por un imaginario joven soldado llamado Jean Dartemont. Pero Jean no deja de ser un alter ego del autor, quien resultó herido durante el conflicto. De forma previsible al final el libro en cuestión tomó la forma de un demoledor testimonio contra la guerra. Igual que ya también lo fueron a su manera El fuego (1916) de Henri Barbusse, sorprendente ganadora del premio Goncourt ese año. El buen soldado Svejk (1922) de Jaroslav Hasek. Adiós a todo esto (1929) de Robert Graves (el autor de Yo, Claudio) quien combatió en aquella carnicería que fue la batalla del Somme. O también Johnny cogió su fusil (1939) de Dalton Trumbo. 

Esos libros sumados a otros éxitos notables como Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) de Vicente Blasco Ibáñez, libro que traducido al inglés fue el más vendido en EE.UU. durante 1919; Los siete pilares de la sabiduría de T. E. Lawrence (1922); Adiós a las armas (1929) de Ernest Hemingway; o La marcha Radetzky (1932), de Joseph Roth, configuraron durante mucho tiempo la memoria popular sobre aquella contienda. Memoria centrada en el horror, las matanzas y el absurdo de la guerra de trincheras, las ofensivas imposibles que acababan invariablemente en carnicerías ante la primera línea de ametralladoras y la ineptitud e insensibilidad de los mandos. De hecho hace siete u ocho años se reeditó en España La Gran Guerra y la memoria moderna (1975), un libro escrito por Paul Fussell -un historiador de la cultura de nacionalidad estadounidense- quien repasa en dicho volumen la contienda a través de las obras de escritores que la sufrieron mostrando, entre otras cosas, esa coincidencia de sus distintas visiones en torno a unos puntos comunes. 

Todo ello como digo por oposición a la memoria académica más centrada en la estrategia detrás de las grandes ofensivas o los sistemas de alianzas. Aproximación parcialmente elitista que, como hemos visto, durante décadas no despertó interés entre la población ni suscitó ningún gran debate siquiera historiográfico. 

Tras el final de la IIª Guerra Mundial todo cambió sin embargo,  sobre todo a medida que en las décadas siguientes la llamada “historia social” generalizó en el debate académico el interés por los aspectos económicos, sociales y demográficos. A partir de ahí el debate historiográfico ha ido ganando peso frente al material puramente literario sobre el conflicto, incluso en las librerías. Y es aquí donde quería llegar.  

Sintetizándolo muchísimo podría decirse que respecto a la Gran Guerra  hoy en día conocemos bastante bien todo lo relativo a las grandes cifras que manejaron los contendientes (hombres movilizados, heridos y muertos, producción de armas y municiones, tonelaje de las respectivas marinas, cifras de producción durante la economía de guerra, préstamos recibidos y deudas contraídas, etc.) también los planes bélicos, las alianzas, los objetivos estratégicos, etc.    

El auténtico meollo de la cuestión y que continua como un tema que no acaba de estar totalmente claro aun hoy es qué pasó en el seno de los órganos de decisión entre el 28 de junio de 1914 (atentado de Sarajevo) y el 28 de julio del mismo año (declaración de guerra de Austria-Hungría a Serbia). Esta cuestión es fundamental porque se relaciona con el artículo 231 del Tratado de Versalles de 1919 que en esencia responsabilizaba a Alemania en exclusiva de haber causado la guerra.  Y claro está, el tema de la asignación de culpas es muy importante por sus evidentes implicaciones, pero como digo es algo que, contra lo que se pueda pensar a primera vista, aún hoy se encuentra lejos de ser una cuestión cerrada por completo.  

Para empezar porque depende de la perspectiva académica de la que se parta. Para muchos historiadores de línea “marxista”, pero también para muchos otros analistas del período desde otras tendencias, las estructuras económicas y políticas del momento conllevaban casi inexorablemente el estallido tarde o temprano de un conflicto masivo. Por un lado la generalización de los sistemas de alianzas en las décadas previas hacía que cualquier eventual conflicto que acabase imnplicando a dos grandes potencias pertenecientes a bloques de aliados distintos pudiera generalizarse al sumarse a la guerra toda la cadena de aliados de cada país respectivo. Por otra parte eso parecía probable que sucediese un día u otro dada también la rivalidad creciente en aquellos tiempos en torno a la búsqueda de mercados y colonias (ya casi todos/as en manos de alguna gran potencia a comienzos del s. XX) y la expansión en casi todos los grandes países del momento de una mentalidad nacionalista agresiva  y militarista. Desde ese punto de vista, digamos materialista y/o "estructuralista", los actores individuales del drama (los diversos presidentes, jefes de Estado mayor y monarcas implicados) serían irrelevantes ya que ninguna persona por si sola podía frenar el proceso histórico que tarde o temprano tenía que ponerse en marcha. 

En cambio, frente a la interpretación anterior, se ubican algunos estudios que recalcan el destacado papel de determinados personajes concretos en el desencadenamiento del drama humano que siguió. Estudios que por otra parte no dejan de ser, claro está, una vuelta hacia una historia de las élites donde se ignora en cierta manera a las fuerzas socioeconómicas profundas y se minusvalora el papel de las masas.  

De cualquier forma, pese al transcurrir del tiempo, el debate sobre los orígenes del conflicto sigue siendo además una cuestión que levanta ampollas. Hace unos meses el equivalente británico a un ministro de Educación, Michael Gove, declaró que los soldados británicos que murieron en el continente entre 1914 y 1918 combatían una “guerra justa para detener a una Alemania expansionista y militarista”. Según él la visión del conflicto como una pugna entre diversos imperialismos por repartirse el mundo, imperialismos encabezados por una serie de políticos y generales incompetentes e irresponsables, sería una invención difundida por “algunos académicos izquierdistas demasiado contentos de alimentar estos mitos para atacar el papel de Gran Bretaña en el conflicto”. Siempre según Gove detrás de esa conspiración de intelectuales de “izquierdas” estaría el interés por “denigrar virtudes como el patriotismo, el honor y la valentía”. Declaraciones polémicas que en su momento respaldaron y compartieron plenamente otra serie de políticos conservadores como Boris Johnson, el alcalde de Londres -que es además Licenciado en Historia por Oxford- el cual ha declarado que “es un hecho triste pero innegable que la Primera Guerra Mundial, con todo su horror homicida, fue abrumadoramente el resultado de la agresión y del expansionismo de Alemania, un hecho que, lamentablemente, el actual Partido Laborista considera poco educado mencionar”. Añadiendo Johnson a todo ello su convicción de que la Iª Guerra Mundial fue además una especie de “precuela” de la IIª, en el sentido de cruzada del bien absoluto contra el mal absoluto, al plantear que "aunque Hitler era sin duda más repugnante y belicoso que el káiser, no es una coincidencia que empleara un plan muy similar: primero tomar Francia y los Países Bajos, y después ir a por Rusia". Asimismo Nigel Farage, el líder del Partido de la Independencia (UKIP) británico, uno de los grandes triunfadores de las últimas elecciones europeas, no se ha cortado en los últimos tiempos a la hora de defender en público el papel del alto mando y de las tropas británicas en la contienda, frente a lo que califica de “excesiva autocrítica en el análisis tradicional de la participación de la llamada Fuerza Expedicionaria Británica y de los oficiales que la mandaban” (pese a que esos mismos oficiales llevaron al matadero a sus hombres una y otra vez durante la guerra). 

Mientras tanto en Alemania según una reciente encuesta casi dos tercios de la población considera que todos los países beligerantes fueron igualmente responsables del estallido de aquel conflicto y menos de una quinta parte reconoce una mayor responsabilidad de Alemania en su estallido. A la vez más de la mitad de encuestados consideraban al responder que no existe una relación directa entre las dos contiendas mundiales. 

Pese a todo, salvo excepciones como la anterior, en general la línea predominante hasta hoy respecto a esta cuestión central que se plantea en torno a las orígenes de la Iª Guerra Mundial ha sido favorable a centrar en Alemania las culpas. Y esto es así no solo entre políticos o ciudadanos corrientes sino también entre historiadores académicos. Por ejemplo ese sigue siendo más o menos el planteamiento de fondo tras las 880 páginas de 1914-1918, La historia de la Primera Guerra Mundial, del respetado historiador británico David Stevenson, quizás el libro individual relativamente reciente más recomendado en suplementos culturales y periódicos de cara a esta efeméride del cien aniversario del conflicto. Pero de hecho esa tendencia a cargar las tintas con Alemania se da también incluso entre historiadores profesionales alemanes como Fritz Fischer, los cuales -en lo tocante a la llamada Kriegsschuldfrage o "pregunta acerca de la culpa de la guerra", vista como una temática histórica en sí misma- se alejan bastante de la visión más laxa del hombre de la calle. En ese sentido tradicionalmente se ha asumido por parte de la historiografía germana que en 1870 se inició en su país una fase caracterizada por el arraigo de una mentalidad expansionista, imperialista, belicista, en múltiples sectores de la sociedad, la cual llevaría a la guerra de 1914 pero también a la de 1939 vista como una continuación natural del Tratado de Versalles que siguió a la derrota de Alemania en la Iª Guerra Mundial. 

Sin embargo personalmente de lo último que ha salido de la imprenta me parece más provechoso resaltar Sonámbulos, del australiano Christopher Clark. Un ensayo de 800 páginas (aunque más de 100 corresponden a notas) publicado en castellano por Galaxia Gutenberg.

    Considero que este libro posee un interés particular en la medida en que su idea central en cierta forma plantea una posible alternativa a las tesis habituales que, como se ha comentado, otorgan toda la culpabilidad de Alemania en el desencadenamiento del conflicto. En cambio para Clark no hay un culpable claro en cuanto al estallido de la guerra. Una guerra que, sin embargo, considera que fue evitable. Para él la crisis que desencadenó el conflicto fue fruto de una acumulación de malas decisiones tomadas por sujetos individuales en casi todos los casos mal informados. Un poco al modelo de algunas crisis bursátiles. Para Clark quizás el mayor culpable del desencadenamiento de las hostilidades fue la extensión por las cancillerías de la época de una cierta forma de ver las cosas basada en la opacidad y la bravuconería en el plano diplomático. Todo ello sumado al caos producido por la existencia en cada gobierno de facciones con opiniones diversas sobre qué línea de acción adoptar y la incompetencia e indecisión de muchos de los dirigentes del período. El conjunto de lo anterior hacía muy difícil para cada gran potencia prever con acierto cuales iban a ser las reacciones de las otras potencias ante una situación determinada, con lo que los actores implicados tomaron en ocasiones riesgos que tal vez no hubieran corrido de tener más claras las posibles consecuencias. Por ejemplo, los servicios de inteligencia alemanes en general no eran conscientes de que la invasión de Bélgica supondría el enfrentamiento con Inglaterra, quizás porque en Inglaterra el propio gabinete de gobierno careció hasta el último momento de una decisión firme sobre qué hacer al respecto. Por no hablar de la falta de inteligencia política y la imprudencia de personajes como el zar de Rusia (el tipo que sale en la foto de arriba o en la de abajo haciendo el tonto), o el káiser Guillermo II.  

  Esta línea de análisis sobre la Iª Guerra Mundial centrada en la complejidad de los grandes procesos, las decisiones individuales a veces irracionales de las élites bien emplazadas que luego arrastran a millones de personas, los dilemas del prisionero, el difícil cálculo de todas las variantes posibles cuando hay muchos actores diversos implicados en el “problema”, así como la existencia durante las grandes crisis políticas de fallos en la información disponible sobre la que se toman las decisiones ya la abrió en su día Los cañones de agosto. Un libro publicado en 1962 por la historiadora estadounidense Bárbara Tuchman, galardonado con el premio Pulitzer al año siguiente y que, según se dice, fue la lectura de cabecera de J. F. Kennedy durante la famosa crisis de los misiles de Cuba a finales de ese mismo año 62.  

De hecho, volviendo al presente, otra mujer, la historiadora canadiense Margaret MacMillan, profesora en la Universidad de Oxford, ha publicado no hace mucho 1914. De la paz a la guerra, centrado básicamente en los inicios del conflicto, sus causas y las decisiones individuales que lo precipitaron. En ese sentido MacMillan también opina  que estamos ante una guerra que pudo haberse evitado y que los líderes políticos del momento no estuvieron a la altura que exigían las circunstancias. Particularmente interesante me parece el hecho de que MacMillan, además de disparar contra el kaiser Guillermo II (como casi todos los autores que han analizado su figura) lanza también la conjetura de una importante responsabilidad rusa en el origen de la guerra.

Por su parte el periodista y escritor Max Hastings tiene en las librerías 1914, el año de la catástrofe. Libro en el que también se analiza la personalidad de quienes tuvieron la responsabilidad de decidir si habría guerra o no. Por tanto se centra en las élites una vez más, partiendo de la incómoda pero probablemente cierta cuestión de que determinadas decisiones históricas realmente las toman agentes individuales concretos y la opinión de la masa, del pueblo como tal, no cuenta para nada si no es para reforzar las resoluciones que se toman en la cúspide. Se podría debatir si ese razonamiento es válido para el mundo actual, pero de cara a entender un mundo como el de comienzos del s. XX, estructurado en torno a  sistemas políticos mucho menos democráticos y más restrictivos, sin duda es  un razonamiento a tener en cuenta.

Según Hastings los dirigentes políticos y militares europeos de entonces, que fueron en última instancia los que tomaron las decisiones, no previeron con claridad las consecuencias de esas mencionadas decisiones (por ejemplo la práctica totalidad de los militares implicados creían ciegamente que el conflicto venidero sería breve, cuestión de semanas, y que además, al final, sería su país el que se impondría). La mayoría de ellos estaban mal formados, eran poco inteligentes, orgullosos, poco inclinados al diálogo y llegado un punto estaban incapacitados para analizar y solucionar unos problemas imprevistos que les desbordaron. Como Zapatero y Rajoy, para entendernos. Al final, para Hastings, la pieza clave en el estallido del conflicto sería la irresponsabilidad detrás de una serie de decisiones individuales tomadas por los monarcas, presidentes, altos diplomáticos y jefes de los estados mayores de los diversos países beligerantes.  

Sin embargo para Hastings todo ese clima de tensión y estupidez generalizada en las cancillerías de la época hacía que el conflicto, aunque quizás hubiese sido evitable en el caso de aquella crisis concreta del verano de 1914, tarde o temprano hubiera estallado debido a cualquier otra cuestión, ya que la guerra en sí era una opción mayoritariamente deseada por buena parte de los políticos y militares de diversos países en aquellos años. Por tanto Hastings, a diferencia de MacMillan por ejemplo, no considera la Gran Guerra como algo evitable, todo lo más se la podía posponer algún tiempo, por así decirlo.  

Por otra parte Hastings es uno  más de los que cargan especialmente las tintas contra el dirigente de Alemania en el período, el káiser Guillermo II, para él quizás el responsable máximo del inicio de las hostilidades, primero porque fue de los pocos implicados que realmente tenía el poder suficiente como para detener toda la maquinaría de guerra en caso de haber querido y sobre todo porque sus decisiones habrían sido particularmente irracionales y contraproducentes (ya que, como se demostró al final, Alemania era el país que menos tenía que ganar y más tenía que perder en caso de conflagración), a la vez que por ello imprevisibles para otros actores implicados en la crisis. El otro personaje que sale muy malparado del análisis de Hastings es nuevamente el zar de Rusia en torno a cuyo círculo privado de “consejeros” predominó la tesis, totalmente absurda (hasta el punto de desembocar en la destrucción de la propia monarquía a medio plazo), de que un conflicto, el que fuera, podría desencadenar una oleada de patriotismo por todo el país. Patriotismo que a su vez serviría para superar por arte de magia, o al menos ocultar por un tiempo, los graves problemas sociales internos y hacer olvidar la humillante derrota de 1905 frente a Japón. Lo repetiré a cámara lenta: según el zar y su círculo de consejeros una guerra en Europa podía ser positiva para hacer olvidar la derrota ya sufrida en otra ante una potencia por entonces menor… sin que nadie se planteara qué pasaría si eran nuevamente derrotados, cosa probable ante ejércitos más poderosos de países mejor preparados que Japón.  

Bueno. Voy terminando. Hay en las librerías algunos otros libros interesantes. Como Aces falling, de Peter Hart, sobre el momento en que se acabó la caballerosidad en la guerra aérea. Los siete pecados capitales del imperio alemán en la Primera Guerra Mundial, de Sebastian Haffner, donde el autor analiza las posibilidades –reales- que tuvo Alemania de ganar la contienda e intenta explicar los errores (múltiples, muy graves y luego en parte repetidos  nuevamente durante la IIª Guerra Mundial) cometidos por los dirigentes alemanes. No conviene olvidar que a diferencia de sus aliados y de los países vencedores Alemania apenas perdió ninguna batalla importante durante la Gran Guerra y la mayoría de sus oficiales y generales acabaron siendo recordados como los más competentes (o los menos incompetentes) y carismáticos entre los implicados en el conflicto, pese a todo lo cual en 1918 la situación militar de Alemania resultaba totalmente insostenible. Frente a las tesis que se centran en la inferioridad en hombres y recursos de los Imperios centrales Haffner pone el acento en las posibilidades que tuvieron Alemania y sus aliados de explotar algunas ventajas que sus enemigos no tenían. Al final el autor intenta explicar los fallos del plan estratégico general usado por Alemania, así como su mal manejo del espionaje o la diplomacia, errores globales que malograron e imposibilitaron aprovechar correctamente las victorias tácticas puntuales conseguidas en los campos de batalla por parte de los excelentes soldados y generales teutones.  

Finalmente, desde una óptica hispana, coincidiendo con el centenario de la Gran Guerra se han rescatado y republicado testimonios de reporteros españoles que en aquellos años ejercieron como corresponsales narrando dicho conflicto. Caso del periodista y escritor catalán Agustí Calvet “Gaziel”, posteriormente director del diario La Vanguardia, de quien se han reeditado dos recopilatorios de sus crónicas En las trincheras y De París a Monastir. Asimismo, también está disponible Crónica de la guerra europea, 1914-1918 con los artículos escritos durante el conflicto por Vicente Blasco Ibáñez.  

En general, como balance, estoy bastante de acuerdo a título personal con los estudios que pasan a dibujar las responsabilidades de la guerra como algo compartido entre diversos países y dirigentes, así como la naturaleza irresponsable y caótica del proceso de toma de decisiones que se vivió en los pasillos del poder en Europa en el mes previo al estallido de las hostilidades. De hecho, de cara al presente, considero esto último muy educativo sobre los males de delegar excesivas responsabilidades en dirigentes incompetentes. El caso es que la historia nos dice también que en lo tocante a dirigentes de cualquier tipo las posibilidades de que sean incompetentes son mayores que de lo contrario.  

Más allá de las cuestiones relativas al desencadenamiento del conflicto, pese a todos los avances en nuestro conocimiento del mismo, aún después de un siglo quedan cosas por clarificar mejor. Siempre ocurre. Por ejemplo en los relatos históricos sobre la Iª Guerra Mundial -como en el caso de la IIª- se atribuye una importancia tal vez excesiva a todo lo acontecido en el frente occidental frente a lo mucho e importante ocurrido en el frente oriental, los Balcanes y Oriente Medio, que tienden a ser escenarios menos explicados y peor conocidos. Por otro lado, sobre todo el cine, pero también las novelas, han dejado entre el público la imagen de una guerra tal vez demasiado “blanca” pese a que en ella en el bando francés y británico, no lo olvidemos, combatieron centenares de miles de argelinos, marroquíes, senegaleses, malgaches, vietnamitas, indios, maoríes o árabes, mientras que para los alemanes combatieron docenas de miles de nativos tanzanos, los rusos enrolaron a uzbekos o azeríes, y ocasionalmente belgas y portugueses también alistaron en el Congo o Mozambique algunos contingentes de nativos para la guerra en torno a Tanganica. De todos esos desgraciados -a los que en la mayoría de los casos sus colonizadores extranjeros metieron en un barco  para luego llevarlos a morirse a miles de kilómetros de su casa en una guerra que realmente no tenía nada que ver con ellos- se sabe poco porque muchos no sabían ni escribir. Y claro, la historia no solo es del que la vive sino sobre todo del que la cuenta, pero los que la cuentan son solamente los que pueden y tienen cultura para ello, además de que llegado el caso normalmente se empeñan en contar sobre todo la de los “suyos”.

4 comentarios:

  1. Un link a una galería de fotos en color y gran calidad de la Iª Guerra Mundial:

    http://www.huffingtonpost.es/2014/08/04/fotos-color-primera-guerra-mundial_n_5557412.html?utm_hp_ref=spain

    ResponderEliminar
  2. Una impresionante galería de fotos sobre la guerra aérea en el período:

    http://www.theatlantic.com/static/infocus/wwi/wwiair/

    ResponderEliminar
  3. En el día del céntesimo aniversario del armisticio de la Primera Guerra Mundial vuelven a surgir dudas de si no estaremos actualmente ante un escenario similar al de los años previos a dicha guerra. Quizá las condiciones económicas y sociales no sean las mismas, pero en un clima de creciente desconfianza entre países y una escalada en los presupuestos de defensa en las principales potencias, no sé si descartarlo sería precipitado.

    https://www.youtube.com/watch?v=FaBTZP26D1Y

    https://www.larazon.es/internacional/estamos-vacunados-contra-otra-guerra-mundial-DB20477488

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Yo no lo descarto en absoluto. Es más, añadiría el actual crecimiento del nacionalismo en Europa, tanto en el ámbito nacional como regional, y en el resto del mundo como un ingrediente más que añadir a la inestabilidad.

      Eliminar